Respirándote


Deseo que se puede respirar a varios kilómetros de asfalto, de aroma tan suave, tan pastel, tan sensual; metamorfoseó mi mente, haciéndola mi genésico metafórico con algunas gotas de agua de rosas. Eres canción suave que canto a capela, de esas que entono sin censura ni vituperio. Y es que la lujuria tomó mi materia gris entre sus manos, y la tapizó con tu piel. ¿Qué se supone que haga, mi amor?

Aunque escabroso sea tenerte lejos, aún la mente y la inventiva se sientan a mi derecha y a mi izquierda como amigas leales en este piso gélido a escuchar mi pensar con atención, y a distender esa escena tranquila de nuestras anatomías en horizontal sobre mi caluroso sofá. Ese lecho desde donde llueven rápidamente al piso nuestras prendas incómodas, y el recato es la brisa que no existe. 

Mi piel dormida es despertada por tu aliento que se comprime en un beso. Respiración excitante, la mía perdida. ¡Mírame! No me importa ahogarme en pecado si son tus ojos cafés con quienes me perdí en el mundo impuro ceñido dentro de estas cuatro paredes pálidas. 

Tu voz gruesa penetra mi oído, desbordándolo con oraciones patéticamente sexuales de las cuales no tenía conocimiento, o que quizá se extraviaron a lo largo de los años, y tus manos resbalosas van paseándose con libertinaje y sin vacilo por la montaña rusa de mi epidermis, haciendo leve énfasis en mis caderas. ¡Diviértete, cielo! Nutre tus sentidos mientras nutres los míos. Con mis pestañas tocando mis ojeras, sólo pienso en que son las yemas de tus dedos los pequeños botes que me llevan surcando océanos de estrellas, a planetas de los que no se sabe la existencia. Esos que el Universo reservó sólo para nuestro deleite.

Es tu espalda la morada en la que, a propósito, me pierdo por horas, y es tu mirada en donde podría encerrarme toda la vida sin reproche alguno. Tú me tocas, me llevas tomándome de un dedo por senderos desolados, pero coloridos. Y es nuestro vaivén tan impecable que me arriesgo a tomar el atrevimiento de compararlo con una flor situada en un prado, donde la brisa imponente la hace bailar por sí sola. Déjate hipnotizar por el mover de mis caderas, cielo. Se mi brisa. 

Tú me mueves, y me dejo. Labios perfectos, deseo afilado. Y es el final de la película ese rocío que nos obsequiamos ambos al tocar el límite. Es en mi mente desordenada donde está el constante déjà vu de que, todo lo que acabo de mencionarte, vuelve a suceder cuando ya no queremos usar ropa. 








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