Tú, yo... Una cama tibia de sábanas blancas desgastadas que sólo nos instigaban a olvidar la pureza y el decoro por un rato, a pesar de su color. El do-re-mi de nuestros cuerpos y el pentagrama imaginario de nuestras pieles; ese que seguimos para componer esa polifonía metafórica que hacemos el uno con el otro.
Aún recuerdo con suficiente lucidez (a pesar de mi mala memoria), que mi ropa interior era de unas flores vintage hechas de encaje que compaginaban a la perfección con el color de las sábanas, las cuales la luz tenue de esa ventana que daba al lecho en el que se encontraban nuestros cuerpos, las realzaba.
Lo que si no recuerdo es, en qué parte de la melodía que componíamos, esas flores desaparecieron... dejando sólo el color un tanto bronceado de mi piel y las curvaturas de mi anatomía reveladas. Quizá mis ojos estaban muy embelesados con los tuyos, y con esa tonalidad tostada que avistaban. O mis oídos muy ensimismados por la letra de la tonada que me cantabas, que eran esas frases un tanto lujuriosas que desparramaban atrevimiento, pero a la vez terneza.
Y tú, las estampabas en el pentagrama de mi piel en forma de besos, mimos y rozaduras que eran notas musicales, haciendo en mí, la melodía más afable que nunca jamás había escuchado, y yo hacía las voces de fondo, eran sonidos abstractos. Nuestra tonada fue tomando forma paulatinamente. Melodías que manaban mediante nuestra poesía vertical, horizontal, entre otras.
Hasta que floreció aquella última nota... la que finiquitó nuestra música. Y dejó sudor transitando nuestro pentagrama. Pero no lo desvanecía ni lo decoloraba, porque esa canción quedó tatuada hasta en nuestros lunares. Y fue todo tan inmejorable, estupendo, sin tachaduras, que hasta las rugosidades que quedaron en esas sábanas eran simplemente perfectas. Y ese blanco no parecía desgastado, sino del color de una nube.
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