Estoy cansada, estoy vestida, estoy enfermiza de tanto estar viva; de tanto domesticar mi mente. Permanezco en mi habitación, donde el piso cada día es un lago, creación de mis lagrimales, y las paredes las amigas de manos frías que me sostienen cada vez que me despeño. Soy un títere mas de la soledad, dama de compañía que trabaja sin paga. Mano derecha. Amistad que fusila.
Mis pies descalzos acarician el piso que rellena este cuadrado, duelen. Libros engullidos, esos aviones de papel desgastado y viejo que me llevan a otras tierras, tazas de té deshabitadas, labios resecos y pálidos, cama empolvada, corazón frágil. Yace sobre la mesa de noche un cuaderno atestado de notas sobre mis lóbregos delirios, sueños caídos que una vez retuve, y un diccionario de cómo la locura se devora hasta mi estructura ósea, me besa, me apalea. Miro hacia arriba, imaginando que hay un cielo que espera mi alma impura.
Busco en mi ropero ese vestido blanco que tapa mis rodillas cansadas, el de paz. Pero al parecer fue a guindarse en otro clóset, uno en el que si lo sacaran de su gancho. ¡Oh! Ahí está, mi disfraz de alter ego, tan amaestrado a modas, tan inmune, única vestimenta de usanza perpetua para la sociedad que deambula afuera. No lo necesito en esta ciudad. En esta única ciudad vacía, blanca y negra, en la que puedo pasear a mi verdadero ser sin que un índice me apunte por no usarlo.
Fatigada en el silencio, busco gritarle a un papel con ayuda de mi mano sobresaltada, y un poco de tinta. Grito hasta sentir el dolor en mis venas, esas cuerdas vocales de mi mano. Pero mi alma sigue topándose con la tristeza, sin encontrar salida, sin encontrar norte. El sol va quedándose sin vida en mi ventana. Quizás deba irme con él, quizás deba comerme mi vida. Tan dulce y ácida como chocolates de veneno.
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